Durante un año entero establecí un sencillo ritual con el menor de mis hijos. Cada mediodía, al salir del colegio, le ofrecía ambos puños cerrados. El elegía uno y abría la boca cerrando los ojos, entonces yo introducía en su boca el caramelo.
El ritual se mantenía cuando yo no podía acudir a la escuela a través de una tercera persona.
Acertó todas las veces, pues, aunque el no lo sabía, ambas manos contenían un caramelo idéntico en color, forma y sabor que se repetía según el día de la semana. Los fines de semana utilizaba otro tipo de dulce cuyo color era diferentes para cada mano: blanco para la izquierda y negro para la derecha.
Nunca le dije que una de las manos estuviese vacía, pero tampoco lo contrario. Desde el primer día le ofrecí ambas puños en silencio y el al acertar siempre sencillamente perdía el interés por el otro puño cerrado.
Después de pocas semanas el limón, sin ser el favorito, era el más deseado: su sabor convertía en fin de semana los días siguientes.
Documental (II). Salud, dinero o amor
Documental (III). Café a diario